JOSÉ GARCÍA VILLAS
(Santalecina, 1910 - San Pedro Sula, Honduras, 1965)
Muy pronto le llegó la vocación por el sacerdocio a este vecino de Santalecina pues a los diez años entró en el Seminario Menor de lo Padres Paúles en la villa de Belpuig (Lérida). A los dieciséis acató los votos de pobreza, castidad y obediencia para formar parte de la Congregación de la Misión. Finalmente en marzo de 1933 es ordenado en la Capilla del Palacio Episcopal de Barcelona por el obispo mártir Manuel Irurita.
Destinado a la misión de Honduras, llega a este país el 16 de julio de 1933. Durante diez años permaneció en San Pedro Sula dedicado a la vida misionera.
En 1944 es nombrado Cura Párroco de la ciudad-puerto de La Ceiba, asumiendo la responsabilidad también como Superior de la Comunidad de Padres Paulinos de La Ceiba. Permaneció en esta localidad hasta 1963 salvo un intervalo de un año entre 1957 y 1958 en que fue destinado a Villanueva. Fue una persona muy querida por los ceibeños y en 1953 logró uno de sus sueños al inaugurar la nueva iglesia de La Ceiba.
En 1963 abandona La Ceiba al ser elegido Provicario del Vicariato Apostólico de San Pedro Sula. En septiembre de ese año asistió a la segunda sesión del Concilio Vaticano II y al mes siguiente fue consagrado obispo por el Papa Pablo VI en la basílica de San Pedro de Roma, siendo así el primer obispo de la diócesis de San Pedro Sula.
En septiembre de 1964 asiste a la tercera etapa del Concilio Vaticano II pasando brevemente por España. Aun siendo obispo, no tuvo reparo en pasarse varios meses visitando los pueblecitos de su diócesis, pueblos pobres a los que muchas veces accedía tras una larga caminata por las montañas.
José García Villas se preparaba para asistir a la cuarta sesión del Concilio Vaticano II, pero un accidente de tráfico truncó sus planes. El accidente fue el 5 de Agosto y tras debatirse entre la vida y la muerte fallecía el 9 de Agosto de 1965. Fue enterrado en la catedral de San Pedro Sula y a su funeral asistieron numerosos representantes del gobierno y del clero, amén de varios aviones fletados desde La Ceiba.
Uno de los misioneros narró de la siguiente manera la tragedia:
"Después de la comida Monseñor García salió con el Padre Bertrán hacia Santa Rosa de Copan a esperar a una cuñada y sobrina que venían de El Salvador. Al regresar de esta última ciudad en un lugar llamado Callejones a 100 kms. de San Pedro Sula, el jeep nuevo que acababa de llegar de los Estados Unidos resbaló en una curva mojada y llena de hoyos, volcando el jeep saltando por un terraplén dando dos o tres vueltas de campana. La puerta del lado de Monseñor se abrió y salió despedido de tal manera que al dar con la cabeza en el suelo sufrió fractura del cráneo. En cambio los otros ocupantes sufrieron sólo ligeras heridas"
José Piquer, quien convivió con Monseñor García durante los últimos tres años de su vida, cuenta en los anales españoles de 1965 como era y como vivía su amigo y mentor:
"Monseñor García tenía unos planes y no se andaba en migajas para pregonarlos, a pesar que después era lento en realizarlos. Permaneció treinta años seguidos en Honduras, hasta que el nombramiento de obispo le obligó a ir a España. En vez de ir él hizo venir a su madre y además dos de sus tres hermanos emigraron a Nicaragua y El Salvador. Se había adaptado muy bien al clima tropical de Centroamérica y había aprendido de los naturales a ser paciente y sufrido. Respecto de las comidas y lecho, era muy indiferente: tanto comía un pollo asado o una comida rica que un plato de arroz con fríjoles. Nunca le oí quejarse de las comidas; en todas hallaba el mismo gusto. En la mayor parte de su larga permanencia en Honduras había vivido en casas cufales bastante pobres e incómodas pero apenas tuvo medios construyó en La Cebaida una casa rural magnífica, una de las mejores de Centroamérica, a prueba de terremotos y algunas dependencias con aire acondicionado. La escuela parroquial de La Ceiba, que dejó muy adelantada, la construyó: según sus planes, con buenos fundamentos, paredes recias de cemento y concreto y soportes de hierro. Con su carácter tozudo y noble de aragonés se enfrentaba con las menores deficiencias que pudieran surgir y quería dejar las cosas para siglos.
En La Ceiba pasó sus mejores años; allí tenía su alma y su corazón. La gente le correspondía y su figura era muy popular. Allí le conocí y compartí sus planes y trabajos durante tres años. Ya entonces no tenía el vigor de sus años jóvenes, no en vano sobre sus espaldas habían caído treinta años de soles tropicales y el aplatanamiento se hacía necesario; pero aún tenía destellos de sus energías jóvenes. Sus piernas y sus pies le comenzaban a flaquear y andaba como si los arrastrase. Pero no se entregaba al "dolce far niente". Si era necesario decir tres misas con homilía, las decía como el más joven de sus vicarios; si era necesario binar cada día de la semana, lo hacía; atendía sus innumerables ocupaciones: visitas, asociaciones, sobre todo, a los Caballeros de Suyapa, que había fundado con celo y vivo interés. Luego, en sus ratos libres, ya que su vista no le permitía leer mucho, conversaba con los presentes, hablando con su voz fuerte de barítono, y muy rápidamente, acerca de su vida misionera. Si hubiera tenido el don de escribir como lo tuvo en el hablar, nos hubiera dejado unas crónicas muy interesantes acerca de sus correrías apostólicas.
A veces pasaba horas y horas contando de sus primeros años por aquellos pueblos diseminados por los valles y montañas de San Pedro Sula y luego La Ceiba que iba descubriendo. Nos contaba párrafos enteros del Quijote como si lo supiera de memoria. Nos descubría los secretos de la ciencia, ya que leía la "Revista Ibérica", que estaba suscrito, y cuando en sus manos cayeron los libros sobre Don Camilo, nos los contaba capítulo tras capítulo, episodio tras episodio sin perder detalle. De los libros del capitán o coronel Iguotus nos hacía los más completos resúmenes. Pero no descuidaba la predicación. No tenía necesidad de micrófonos ni altas voces, con su voz rica y fuerte y con su gran facilidad de palabra, que salían de su boca a una velocidad extrema, hacía unas paráfrasis y explicaciones del Evangelio muy curiosas y luego unas aplicaciones prácticas muy bellas.
Le gustaba cantar y tocaba el piano y el harmonium muy bien. En una palabra, era un sacerdote dotado de una mente lúcida y clara, de un carácter un poco frío, pero muy bonachhón y paciente. Yo no he conocido a un hombre más paciente que Mons. García.
Con los pobres y necesitados era muy caritativo. Nadie que fuera a pedir salía con las manos vacías, y a veces personas que a todas topes le engañaban o fingían. Pero él daba y prestaba dinero razonablemente. Estoy seguro que muchos pobres habrán llorado al saber de su muerte.
Y así, en este agosto desgraciado, un absurdo accidente tronchó su vida. Ya no lo veremos con aquel halo de eterna juventud que reflejaba su rostro, en parte facilitado por su corte de pelo a lo "crew cut" de los marinos americanos. No oiremos aquella voz tan rica, pero que últimamente parecía ya cascada por tanto esfuerzo realizado, ya no escuchamos aquellos relatos tan interesantes sacados de su boca y aquellos largos silencios que a veces prodigaba. Pero nos queda su espíritu, su vida consagrada al ideal misionero, innumerables templos, escuelas, obras sociales, planes inmensos, y estamos seguros que su sucesor cogerá la antorcha aún encendida de sus manos, como en aquel bello monumento de la Ciudad Universitaria de Madrid y continuará iluminando las nuevas sendas, realizando los grandes planes que con tanto lujo pregonaba Monseñor García y que la muerte tronchó en flor.
A usted y a todos los lectores de "Anales", una oración por su bella alma.
José Piquer
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